La carga negativa y, peor aún, selectiva que se otorga a migrantes según su origen, pareciera ser una práctica habitual en Chile y tristemente común en ciudades como Calama.
Es como si existiera una cualidad capaz de perpetuar la imagen fraterna que acoge “al amigo cuando es forastero”, al mismo tiempo en que habitantes de naciones hermanas son expulsados, o peor aún, sometidos al escarnio y agresividad que ocasiona la xenofobia.
Analizar este último fenómeno a nivel local no es complejo, pues la prueba de ello habita en campamentos, poblaciones e, incluso, en las esquinas de grandes avenidas, dejando una clara señal de aporofobia de manifiesto. Más que por su naturaleza de refugiado, acá al inmigrante se le condena por ser pobre.
Bajo esta condición, hay cientos de personas que llegaron a nuestra ciudad, probablemente atraídos por su clima y una oportunidad laboral, y poco a poco fueron viendo como no había tales atributos, mientras se les cerraban puertas que, ante los efectos de la pandemia, parecen haber sido reforzadas con candado.
Una situación más que preocupante si consideramos que para defender la migración basta considerar que se trata de un Derecho Humano. Así lo consagra la Declaración Universal firmada hace más de 72 años, que desde entonces busca preservar que el desplazamiento de un territorio a otro no implique vulneraciones en los derechos de los migrantes.
Si nos vamos al detalle, se abarca entre ellos la imposibilidad de negar acceso a derechos fundamentales tales como la educación y la salud, comprendiendo que ambos suelen ser arrebatados cuando de ejercer practicas discriminatorias se trata. Por lo mismo resulta tan doloroso pensar que son solo dos áreas en una larga lista de abusos, ante una población que encima convive con el prejuicio loíno que, exacerbado por distintos personajes, termina generando un ambiente de rechazo sostenido.
¿Habrá algo más duro que ser migrante en Calama? Me pregunto, y rápidamente encuentro una triste respuesta. Sin duda debe serlo el ser niño o niña en esa condición, pues a la violencia sistemática que ejercemos contra nuestras infancias, deben sumar el estigma con que paradójicamente cargan las pieles morenas, en una ciudad en que esta esencia debería considerarse un símbolo de belleza ancestral.
Pero cómo esperamos garantizar su derecho a la educación si la mayoría de ellos no la recibe formalmente, y quienes sí han podido acceder, acaban de “culminar” un año con clases online. Culminar entre comillas, porque difícilmente se pueda asumir que lo cursaron quienes antes de batallar con la falta de Internet, deben hacerlo con la ausencia de energía eléctrica en sus precarios hogares.
Es violento pensar que hay madres y padres que emigraron pensando en un futuro mejor para los suyos, y se encontraron con una ciudad y país que los condena socialmente, haciendo caso omiso al hecho de que “toda persona tiene derecho a circular libremente” y que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país”, ambos consagrados en la legislación internacional antes mencionada. La pregunta es entonces, ¿quiénes somos nosotros para vulnerarla?
Por: Gabriela Bustos Pereira, Comisión Memoria y Derechos Humanos Colegio de Periodistas El Loa.